Pronto tendréis en la editorial Palabra un nuevo libro de aventuras, El libro de Sykem. De nuevo un joven que debe enfrentarse a los peligros del rey de las islas. Os pongo un pequeño anticipo.
La ciudad de Sykem
Si hubieras visitado la ciudad de Sykem seis meses antes, caballero sin nombre, hubieras encontrado la mejor de las ciudades imaginable. Sus murallas se elevaban hasta el cielo por el lado sur, este y oeste. Por el norte un enorme corte en una montaña inaccesible las protegía. Las murallas estaban construidas con piedras cuadradas de dimensiones extraordinarias y acopladas sin necesidad de ninguna argamasa. Entre sus junturas era imposible que ni un alfiler penetrara. Cada diez metros se montaban sobre ellas torres de vigía por donde un arco podía defender la cercanía de cualquier enemigo atrevido que se situara al otro lado del profundo foso. Más allá, grandes campos de labor regados por dos ríos que se bifurcaban ante la puerta principal de la ciudad desde un torrente de agua que manaba por debajo de la ciudad. Los pozos que había en su interior daban fe de la pureza del agua, fresca hasta en las épocas de mayor calor.
Si hubieras visitado la ciudad de Sykem seis meses antes, hubieras apreciado cualquier sábado el mayor de los mercados de todas aquellas ciudades que la rodeaban. Se reunían allí los mayores comerciantes de lino, trigo; había panaderos, herreros. Las mejores armaduras de fiesta se fabricaban allí, en el barrio de Herrería, bajo el muro del oeste. El fuego de las fraguas duraba todo el día y toda la noche, algunos presumían de conservar aquel que encendieron sus antepasados cinco generaciones antes. También llegaban las mejores frutas y pescados de río y de mar. A solo diez leguas de distancia estaba el primer puerto y también pertenecía a los límites de la gran ciudad. Estaba más al norte, rodeando la escarpada montaña inaccesible sobre la que se asentaba el resto de la muralla.
Si hubieras venido antes, caballero sin nombre, hubieras encontrado el mayor y más elaborado palacio con sus cinco jardines colgantes que servían de techo y cubierta contra la lluvia. Se alzaban engarzados en la montaña y con escaleras de caracol que los comunicaba uno con otro. Desde el último y más alto de ellos se veía hasta el mar en los días sin bruma. Lo habían creado los mejores jardineros de los reyes antiguos. Se regaban con una cascada que caía desde la montaña, con un sistema de pequeños riachuelos que descendían con un nuevo salto de plataforma en plataforma. En el último, un pequeño lago servía de almacén de agua para las épocas de verano. De las cornisas caían plantas colgantes que servían de cortinas naturales. Había plantas trepadoras que hacían el recorrido contrario a las colgantes, subían por la prominencia aferrándose a las escarpadas paredes. Árboles de todas las clases conocidas y con un clima casi especial por cada terraza, desde el más caluroso para los cactus y plantas del desierto del piso más elevado hasta el calor húmedo de la selva del primero y más cercano al techo del palacio. Para que los reyes ascendieran, existía un elevador con elefantes que subían o bajaban las cestas transportadoras despacio.
Si hubieras venido antes, hubieras visto el palacio más rico de aquella época, con doscientas habitaciones, cuarenta salones y la sala del trono con suelo de mármoles con incrustaciones de oro y tapices de las grandes batallas bordados en oro y plata. En los pasillos los retratos de los reyes antiguos, desde el primero, el gran unificador de todas las cuatro ciudades, hasta el último, Anica el Hermoso, que murió sin descendencia directa. Entonces comenzó el nuevo tiempo de los reyes independientes, uno en cada una de las grandes ciudades que antes formaban el reino. La gran capital había sido Sykem.
La ciudad de Sykem
Si hubieras visitado la ciudad de Sykem seis meses antes, caballero sin nombre, hubieras encontrado la mejor de las ciudades imaginable. Sus murallas se elevaban hasta el cielo por el lado sur, este y oeste. Por el norte un enorme corte en una montaña inaccesible las protegía. Las murallas estaban construidas con piedras cuadradas de dimensiones extraordinarias y acopladas sin necesidad de ninguna argamasa. Entre sus junturas era imposible que ni un alfiler penetrara. Cada diez metros se montaban sobre ellas torres de vigía por donde un arco podía defender la cercanía de cualquier enemigo atrevido que se situara al otro lado del profundo foso. Más allá, grandes campos de labor regados por dos ríos que se bifurcaban ante la puerta principal de la ciudad desde un torrente de agua que manaba por debajo de la ciudad. Los pozos que había en su interior daban fe de la pureza del agua, fresca hasta en las épocas de mayor calor.
Si hubieras visitado la ciudad de Sykem seis meses antes, hubieras apreciado cualquier sábado el mayor de los mercados de todas aquellas ciudades que la rodeaban. Se reunían allí los mayores comerciantes de lino, trigo; había panaderos, herreros. Las mejores armaduras de fiesta se fabricaban allí, en el barrio de Herrería, bajo el muro del oeste. El fuego de las fraguas duraba todo el día y toda la noche, algunos presumían de conservar aquel que encendieron sus antepasados cinco generaciones antes. También llegaban las mejores frutas y pescados de río y de mar. A solo diez leguas de distancia estaba el primer puerto y también pertenecía a los límites de la gran ciudad. Estaba más al norte, rodeando la escarpada montaña inaccesible sobre la que se asentaba el resto de la muralla.
Si hubieras venido antes, caballero sin nombre, hubieras encontrado el mayor y más elaborado palacio con sus cinco jardines colgantes que servían de techo y cubierta contra la lluvia. Se alzaban engarzados en la montaña y con escaleras de caracol que los comunicaba uno con otro. Desde el último y más alto de ellos se veía hasta el mar en los días sin bruma. Lo habían creado los mejores jardineros de los reyes antiguos. Se regaban con una cascada que caía desde la montaña, con un sistema de pequeños riachuelos que descendían con un nuevo salto de plataforma en plataforma. En el último, un pequeño lago servía de almacén de agua para las épocas de verano. De las cornisas caían plantas colgantes que servían de cortinas naturales. Había plantas trepadoras que hacían el recorrido contrario a las colgantes, subían por la prominencia aferrándose a las escarpadas paredes. Árboles de todas las clases conocidas y con un clima casi especial por cada terraza, desde el más caluroso para los cactus y plantas del desierto del piso más elevado hasta el calor húmedo de la selva del primero y más cercano al techo del palacio. Para que los reyes ascendieran, existía un elevador con elefantes que subían o bajaban las cestas transportadoras despacio.
Si hubieras venido antes, hubieras visto el palacio más rico de aquella época, con doscientas habitaciones, cuarenta salones y la sala del trono con suelo de mármoles con incrustaciones de oro y tapices de las grandes batallas bordados en oro y plata. En los pasillos los retratos de los reyes antiguos, desde el primero, el gran unificador de todas las cuatro ciudades, hasta el último, Anica el Hermoso, que murió sin descendencia directa. Entonces comenzó el nuevo tiempo de los reyes independientes, uno en cada una de las grandes ciudades que antes formaban el reino. La gran capital había sido Sykem.