Editorial Anaya (El duende verde). Publicado en 2019. 88 páginas. A partir de los 10 años de edad.
Que yo recuerde, nunca he soñado con ser un pingüino aunque, eso sí, a veces he tenido dificultades para detectar a un buen amigo e incluso hacerme de respetar cuando el deseo de encajar es tan fuerte que lo nubla todo. También reconozco que es complicado pedir ayuda y que situaciones tan terribles como las que le suceden al protagonista todavía son muy frecuentes a día de hoy y no solamente entre los más pequeños. Y, otra cosa, me encantan los jerséis de lana y por eso sentiría unos celos atroces si mi madre los tejiera para cualquiera que no sea yo. Aunque sea para los pingüinos azules de Tasmania que pasan mucho frío.
Daniel tiene 10 años y desconoce las leyes de la gravedad que impiden que los habitantes del polo sur caminen al revés pero tiene muy claro que su familia no es la mejor del mundo. Tal vez ese es el motivo por el que tarda tanto en darse cuenta de que Telmo y Mateo no se portan bien con él. Gracias a su compañera de pupitre Celia y a la paseadora de perros Ada conseguirá abrir los ojos a tiempo y convencerse que la felicidad es la suma de pequeñas cosas y que nadie es lo que quiere hacer ver.
Yo todo lo hacía sin rechistar, para que no pensaran que era un mal amigo. Aunque hablara con Celia. Aunque no sacara buenas notas ni jugara bien al fútbol. Aunque no tuviera una madre actriz y un padre guionista y nunca nadie me fuera a regalar un bulldog francés. Yo era un buen amigo.
No tardará en descubrir que los pingüinos no son lo más importante del mundo para su madre, ni los gorriones para su padre, ni el móvil para su hermana Berta, ni la dentadura postiza para su abuelo. Todas sus aficiones y preocupaciones son una “metáfora” -como diría Berta- que los vuelve ajenos al hijo, hermano y nieto que los necesita más que nunca y que se siente solo, vulnerable y muy lejano. Casi tanto como los pingüinos que reciben los jerséis que les teje su madre.
Toda su familia se refugian en actividades que les ayudan a escapar de una realidad que no soportan, pero al menos están juntos y dispuestos a ayudar cuando lo necesite. Porque hasta que no sucede lo pero Daniel no es capaz de reaccionar.
Me sentí terriblemente humillado. Más que cuando Telmo y Marcelo me obligaron a limpiar el suelo por el que pisaban. Odié a Celia, pero también, de una manera oscura y dolorosa, me alegré de que lo hubiera contado. Como si con esa confesión todos los pájaros negros de la culpa y de la humillación que habitaban en mi interior hubieran echado a volar, aliviándome repentinamente. Es difícil explicarlo. Y sin embargo, en aquel momento, la odiaba por contarlo.
Las coloridas y positivas ilustraciones de Roser Matas ocupan una página o parte de ella de forma que nos acompañan durante la lectura dando vida a lo imaginado por el lector. Dividido en 18 capítulos breves que siguen la estructura clásica de los cuentos de siempre: presentación, nudo y desenlace; con un apéndice que nos aclara muchas cosas, además de una nota de la propia autora donde nos confiesa que lo que le ocurre a Daniel sucede con frecuencia y que a pesar de la dificultad de enfrentarse a ello tiene solución. Como muestra, esta historia donde todo lo que se cuenta, o casi todo, es verdad y acaba bien.
Mónica Rodríguez es una escritora ovetense que lo dejó todo para dedicarse de lleno a la escritura y se puede afirmar con seguridad que lo ha conseguido con creces. Tal vez el mundo se ha quedado sin una ingeniera pero es un verdadero placer ver que publica libros llenos de valores y que han cosechado muchos premios: El viaje de Malka (El Naranjo), Naszka (Milenio), Biografía de un cuerpo (Gran Angular), Aurora o nunca (Edelvives), El hotel (SM), Piara (Narval), i Alma y la isla (Anaya) , entre muchos otros. Podemos seguir su trayectoria en la página web.
Publicado en CULTURAMAS
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